La observó. Echó unos pasos su cuerpo hacia atrás y volvió a mirar. "Infranqueable", concluyó.
¿Cuál sería la mejor opción? ¿Habría alguna posibilidad de saltar aquella pared?
Muchos libros dirían que sí, invitarían a mil esfuerzos y animarían a hacer un intento tras otro hasta lograr la hazaña propuesta.
Él sabía que no, pero como las dudas no son buenas al menos un par de intentos servirían de prueba.
Se preparó y antes de lanzar la carrera volvió a repetir su planteamiento y se dio cuenta de que cualquier esfuerzo sería en vano: él iba a intentarlo pero con el objetivo de fracasar a propósito.
"Valiente tontería".
¿Para qué gastar energías en algo que no creía? ¿O no quería creer para no gastar fuerzas? ¿Se habría acostumbrado a su cotidianidad y por eso no querría intentar nada nuevo?
¿Merece la pena dejar pasar una oportunidad por el miedo al fracaso?
Demasiadas preguntas girando a gran velocidad en la cabeza. El hombre y la mujer se han acostumbrado a no pensar tanto, a hacer las cosas de manera más sencilla.
Llegará un día en el que se darán cuenta de que el tiempo pasado en el sofá les ha privado de momentos con personas cercanas que ya no volverán cuando crucen el umbral de la tierra del cementerio y, lo que es peor, no serán nunca conscientes de que el miedo y la dejadez les han privado de tomar caminos más interesantes que los que su vida transita en ese momento.
Nuestro protagonista se solidariza con su condición, vuelve a mirar la pared y, sabiendo que no reunirá el valor para franquearla, coge perspectiva y exprime sus energías pensando en que color quedará mejor en la pared.
Mañana la pintará. Quizás pasado...
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